miércoles, 27 de agosto de 2014

Roraima

Santa Elena es la puerta a los Tepuys de la Gran Sabana, una pequeña localidad aislada del difícil devenir del país. Se nota enseguida un ambiente acostumbrado al turismo mochilero, y una economía dedicada a ello. El objetivo aquí era subir el Roraima (en pemón según versiones "gran verde azulado" o "gran madre de todas las aguas"), que es un viaje que dura seis días con sus noches, y que implica tanto subirlo como bajarlo, claro. El grupo con el que nos aventuramos lo componían un guía y un porteador, ambos pemones (etnia indígena del lugar), dos brasileiros y dos españoles, visitantes como nosotros. Santa Elena está a unos 45 km de la entrada del parque (Paratepuy), a donde se llega en todoterreno. A partir de ahí, son unos 25 kilómetros que se realizan a pie, y que supone una subida de unos 1500m hasta los 2730m, que tiene el punto más alto del Roraima.


El trayecto a la ida consiste en una lenta aproximación a los Tepuys desde un inicio donde quedan ocultos tras los primeros relieves. Es un paisaje ondulado, moldeado por abundantes cursos de agua cuya fuente se encuentra en las alturas planas y rocosas de los Tepuys. La vegetación es de hierba alta salpicada por bosques islas limitadas en algunas vertientes o cuencas. Una vez superado el inicio, los tepuys Kukenán y Roraima son visibles en todo momento, primero pequeños, casi siempre difuminados por la presencia de nubes en sus proximidades. Poco a poco, y según te aproximas van imponiendo su escala en el paisaje, en primer lugar el Kukenán, a la izquierda, que deja ver un salto de agua de 600 m cuya caída parece ralentizada. Es al inicio de la segunda jornada cuando se cruza esa misma agua hecha río, el Kukenán, que significa en lengua pemón “río de aguas turbias”. Dependiendo de las precipitaciones en lo alto del tepuy, el río se puede cruzar vadeándolo a pie o en canoa ayudados por una cuerda. Por lo que nos hicieron saber, esas fluctuaciones son rápidas e inesperadas por lo que se debe tener cuidado. Incluso se puede dar la circunstancias de no poderlo cruzar. Es por ello que existe un campamento antes y otro después para poder optar según circunstancias a la hora de hacer la primera noche.

Si el primer día es un perfil rompe piernas de tramos cortos de subida y bajada a diferentes vaguadas, una vez se supera el Kukenán, dejando su Tepuy a la izquierda, comienza la subida al pie del monte del Roraima. De suave a esforzada, la pendiente ya no da descanso hasta alcanzar el campamento base que se encuentra a los pies de la pared del Tepuy. En este día el Tepuy pasa a ser una mole vertical de 1000 metros, en la que es posible distinguir la rampa de acceso delatada por una pequeña cornisa de vegetación que crece en la roca. El campamento base es incómodo, espacios y senderos enlodados junto a un pequeño arroyo, rodeado de vegetación arbustiva, y expuesto continuamente a la lluvia que dejan caer las masas de nubes que ocultan la cima del tepuy. Así que una vez cenas, no queda otra que meterse en la tienda y echarse a dormir. También es verdad que no había fuerzas para más.

Se le va cogiendo miedo a la subida del tercer día según te acercas al Roraima y vas viendo crecer su pared y oscurecerse su cima. Cuando amaneció y salí de la tienda la mañana permitía ver todo el tepuy por su cara Sur y enfrente el Kukenán. Se podía divisar toda la verde sabana que queda a sus pies. De modo que se sentía uno con fuerzas para enfrentarse a la jornada. El primer tramo de subida era el peor, ayudados por pies y manos era una escalada por una roca arenisca y débil, por una pendiente a la que le faltaba poco para ser pared. De ahí se pasaba a la falda boscosa que antecede a la pared del Roraima, con unos espectaculares helechos arborescentes que cortan la niebla estanca del lugar. Por un sendero como un túnel, rodeado de espesa y húmeda vegetación, se llega hasta la misma pared, que apenas descubres cuando la tocas y alzas la mirada sin encontrar su final. De ahí una subida por “la rampa” dejando a la derecha la pared y a pocos metros a la izquierda una caída al abismo, no visible, pero que se va haciendo más grande. Ojos que no ven, corazón que no siente. Llueve por momentos, y si no llueve, la humedad moja, y si no moja, sudas desde dentro. El caso es que mientras subes lo inevitable es estar cada vez más mojado.

¿Cuánto queda? Es un poco más. Ya debo haber hecho la mitad por lo menos. Entonces recuerdas la imagen que de la subida te habías estado haciendo según te ibas acercando en los dos días anteriores. Sí, seguro, ya queda menos. Y te cruzas con los primeros visitantes que bajan y que van dos jornadas por delante tuya. Y tras el saludo de rigor, o algunas palabras más de algunos de ellos, te confirman que el esfuerzo merecerá la pena. Y también que te mojarás mucho. Ya queda menos cuando llegas al “Paso de las lágrimas”. ¿El “Paso de las lágrimas”? Yo no recuerdo ningún paso de las lágrimas. Alguien me espera al final de una subida muy escarpada con una media sonrisa. Mira, “El Paso de las lágrimas”. Al llegar al final de esa subida con medio resuello, cuando todavía no he recuperado el aliento, veo dos porteadores sentados en una suerte de cornisa mirador al “Paso de las lágrimas”. Y yo lo único que pienso es que el nombre se lo deben haber puesto por la cantidad de llantos producidos por las caídas a lo profundo que queda muy abajo. Veníamos subiendo por una rampa en la que la vegetación a la izquierda y la niebla disipaban el miedo de altura. Y de pronto, todo aquello se estrechaba bajo una cascada, quedándose en pura piedra en una subida “arrecha” y muy estrecha. Veo como las piernas se me ablandan mientras dos diminutos puntos encaran esa misma subida desde un poco más abajo de donde estamos. Alguien obtiene su momento de mofa con una instantánea de mi rostro de circunstancia. Bromeo con los porteadores mientras les pregunto lo obvio... claro, la subida en ese paso no es tanto, ni tan estrecho como parece,... jajaja...

Por primera vez, el cuerpo me aconseja echar una meailla. Así que me doy mi tiempo. Y tras ello, respiro profundamente y me acomodo y aprieto la mochila. Fijo la mirada en el camino como si fuera el riel de una vía. Frunzo el ceño y retomamos subida. Encima de arrecho, el paso es puñetero y te obliga a bajar un poco de lo que ya has subido. Sin embargo, voy andando y observo con asombro mi propia tensión controlada. Algo está sucediendo. Hasta la cascada no parece despedir tanta agua. Cuando encaro la angosta subida bajo el agua el paso es algo más ancho de lo visto, y la caída a la izquierda no es a plomo al principio. Primero rodaría unos metros antes de caer inevitablemente. Pero para ello tendrían que darse varias circunstancias desfavorables. Pienso en que si hubieran caído tantos, algo habrían hecho al respecto. Veo que quien me antecede opta por un lado, y yo me busco un metro un poco más arriba y más pegado a la pared. Porque tampoco hay que exagerar. Sigo subiendo sin importarme mojarme un poquito más por ir un poco más pegado del lado de la pared. Son unos pocos metros más. Ufff!... miro para atrás y tampoco era para tanto. Ya ha pasado lo peor. Ahora sí que queda menos.


Arriba el Tepuy parece un lugar encantado. Millones de años suspendidos en las nubes, en los que la vida que hay es la misma desde los tiempos en los que los continentes estaban unidos en un solo continente. Esa vida crece entre los resquicios que la roca deja, en los pocos depósitos que se acumulan en sus charcos y estanques poco profundos. Una rana del tamaño de una uña y una especie de gorrión son la fauna de mayor tamaño en el lugar, mientras que la vegetación se reparte entre pequeñas plantas carnívoras, parásitas y supervivientes. El agua se encuentra en todos los lugares y todo se encuentra mojado a excepción de los abrigos que forman las rocas más altas, donde acampamos para pasar las dos noches que nos quedaríamos arriba. En uno de esos lugares del agua que llaman los yacuzi, nos bañamos en aguas muy frías.


Misteriosos son los juegos de luces que se crean allá arriba. Los forman una luz blanca plomiza que se filtra entre la niebla del lugar, variaciones en grises que cambian por acción del viento que mantiene en movimiento la bruma. Hacen parecer extraños seres a las rocas, cuyas formas reflejadas cambian. En nuestra estancia los momentos plenos de sol duraron poco, aunque se dejaron sentir cuando nos acercamos a las cornisas de la montaña. En esos momentos se abrieron ventanas que nos han permitido divisar las faldas de los tepuys, la extensa sabana y otras caras del propio Roraima o el vecino Kukenán. La vista más espectacular es el punto en el que se divisa el valle entre los dos tepuys, bosques todavía hoy inaccesibles, sobre los que caen numerosas cascadas de las colmadas alturas.

Tuvimos suerte en la noche cuando se despejo el cielo de nubes y se pudo ver el extenso firmamento. Era como un juego de hemisferios: oculta allá abajo la menuda sabana, se mostró allá arriba el menudo universo de constelaciones. Hacía frío en el abrigo, y aunque se apetecía hablar en la buena compañía en la que nos encontrábamos, al final tuvimos que acostarnos pronto en ambas noches. La cena, hecha en una pequeña hornilla, era caliente y nos reconfortó lo suficiente para quedar atrapados por el sueño pronto. Todos coincidimos en ello, ambas noches allá arriba soñamos en abundancia.
Pero había que bajar. En los tepuys nunca hubo condiciones para estar demasiado tiempo. No hay falta de agua desde luego, pero sí falta de cualquier otra cosa que llevarse a la boca. Y en cualquier caso, no es cómodo vivir siempre mojado. Así que tuvimos que bajarnos del sueño del tepuy. Una vez que el premio de la ida era el tepuy que dejábamos atrás, fue el premio ahora un simple jugo de parchita bien frío en una soleada mañana en la plaza Bolivar de Santa Elena. El mejor jugo de parchita objetivo para superar la jornada más dura y la que le seguiría. Para empezar, en un día había que hacer bajando lo que se había hecho en dos subiendo. Claro, mirado así, no debía ser más difícil. Pero es que bajar no es nada sencillo, y hay musculatura que se utiliza nada más que para operaciones de bajadas. De modo que cuando se abusa de ellas, se resiente en forma de fatiga muscular aguda. Y eso es lo sucedió a lo largo del día. Tanto brinco y frenada nos dejó desfondados. Primero por un eterno descenso por la pared, luego por un extenso descenso por su falda, finalmente un prolongado bajar el pie de monte hasta llegar cruzando en canoa el crecido Kukenán hasta el campamento más próximo al Paratepuy. Antes de llegar, antes de dejar siquiera la mochila, en el vado del río Tok, fue imposible incluso para mí resistirse a un baño de agua fría.


El último día de caminata se hizo largo, muy largo. No por sus grandes pendientes, no por la lluvia, no por el sol, sino por el cansancio acumulado y el dolor muscular generado por la bajada del día anterior. Así es, porque tuvimos una jornada perfecta para caminar, ni hubo sol, ni hubo lluvia, y por supuesto no había grandes pendientes. Cuando llegamos nos abrazamos y disfrutamos del momento. Tuvimos ocasión de cruzar palabras con aquellos que se disponían a comenzar la aventura para animarles. Cuando iniciaban su marcha se puso a llover. Según les veíamos alejarse, no le envidiábamos por su suerte. Nosotros ya habíamos tenido la suerte de estar, pero era pronto para poder desear volver. 

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