domingo, 10 de agosto de 2014

en la espera

Sin pausa y sin precipitación, a la cola del coche lechero del barrio, en buseta luego, y de nuevo en buseta llegamos a la tercera etapa del recorrido. Nos quedan unas horas de espera hasta comenzar el trayecto más largo, que será en gran parte nocturno. Cuando hayamos llegado estaremos del otro lado del Orinoco, en donde confluyen sus dos colores. Hemos pasado de los Llanos que se han prolongado durante varias horas, en parte bajo la lluvia, hasta las estribaciones andinas del centro del territorio, ahí donde parece que menudean. Sorprende como la vegetación arrincona el asfalto en todo el recorrido, dando la sensación de que el hombre reduce su presencia a unas pocas líneas grises y unos cuantos puntos oscuros. El Llano donde vivimos, no deja de parecer una gran marca de frontera, un territorio que el lento transcurrir de los siglos de presencia humana no termina de domesticar. Si no deja de ser tierra difícil, imaginarla siglos atrás resulta sorprendente: cuando su población estaba formada por pueblos indígenas semi-nómadas; o a la llegada de los españoles, imaginar los pocos que se adentraron por estos lares; incluso más cercano en el tiempo, ya criolla, y de población ya mestizada y más sedentaria. Siempre pequeñas islas de condición humana. Ahora mismo que esperamos para salir, lo hacemos en alto, desde el centro de la banda más poblada de este país, que son los Andes, donde las temperaturas son más templadas, y la naturaleza de los valles altos permitió antes asentarse. Ni siquiera la costa al nivel del mar permitió tal cosa.

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