viernes, 28 de marzo de 2014

la biblioteca

Entré en la biblioteca y por primera vez estaba repleta. Eran niños y estaban en al universidad, pero claro, no tenían entre sus manos libros, sino lápices de colores y cartulinas. Estaban dibujando. Rodeaban por completo las cinco grandes mesas de estudio. Movimientos, comentarios y sonrisas ansiosas poblaban de  vitalidad  aquel lugar. A ambos lados viejos grandes mapas políticos y geofísicos de la nación y el mundo. En un extremo de la sala un pizarrón en blanco, al otro extremo, una tarima que separaba el área de consulta del espacio reservado al bibliotecario y la puerta de acceso a los tesoros en papel.

Hacía unos días que por primera vez una persona se hacía cargo en exclusiva y a tiempo completo de su gestión. Era ahora, fuera del horario lectivo, cuando aquella sala se había llenado. La vez anterior que había visto aquel espacio con un número de personas tan significativa hacía casi tres meses. Y tampoco estaban allí para leer un libro, preparaban los cantos para un acto de la institución. En aquella ocasión era de noche.

Lo cierto es que durante el horario lectivo era un lugar huérfano de lectores. Desde que se había producido el robo de los ordenadores de consulta que se ubicaban cada mañana en la biblioteca, ya no se pasaba nadie por allí. Por tanto, debo decir que, en el mejor de sus momentos, eran la consulta en internet o la ociosa curiosidad por ese mismo internet, la que atraía personas a ese lugar, y no los libros. Es verdad que al haber algunos estudiantes, la tibieza del ambiente favorecía el que alguien, algún extraño, se acercara y requiriera un libro. Pero poco más.

Recuerdo la primera vez que entre en el espacio que albergaba los libros, el corazón bien oculto, bien olvidado de la biblioteca. Pensé, que estando en mitad de los llanos, era una suerte contar con tal cantidad de libros. Ocho estanterías de libros de páginas oxidadas por el tanino, cargadas de polvo, enredadas por telarañas en los estantes. Y allí compartían lugar de sueño con los ordenadores, con los señalados por su brillo como preferidos, los agraciados, los escogidos con la atención de los curiosos futuros investigadores. Sobre unas cartulinas de colores pegadas a los anaqueles quedaban señaladas las diferentes áreas de conocimiento: literatura, escondida y oculta junto a la pared; la geografía, los atlas y diccionarios voluminosos en lo más alto; la ecología y la zoología a mano; la edafología entrando a la derecha. Mucho conocimiento bien representado en un lugar por el que, en ese momento, circunnavegaba una avispa, quién sabe si buscando la salida o su casa.




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