El desenlace lo propició un corto en la red. Dos días antes era ya noche cerrada cuando una secuencia de repentinos apagones en la luz del dormitorio y pérdidas de potencia del aire acondicionado, nos dejaron expectantes por si sería o no apagón de larga duración. Nos encontrábamos en los quehaceres propios de quien se dispone a irse a la cama tras una intensa jornada. Así que esperamos unos instantes. Pero en aquella ocasión era diferente porque la pérdida y venida de la tensión no cesaba y se prolongaba más de lo habitual. Miramos fuera y nos dimos cuenta que era algo más. Allá afuera, tras los limoncillos que nos separaban del camino en aquella dirección, saltaban chispas como fuegos artificiales acompañadas de pequeñas explosiones como petardos. En ese momento la expectación se volvió aceleración, y sabíamos algo de lo que teníamos que hacer: apagar todo lo que estuviera encendido. Sobre todo, la bomba que poco antes habíamos tenido que conectar porque no había agua en el tanque. Rápido, rápido, vamos. Mientras nos poníamos los zapatos, buscábamos las llaves, ¿dónde estaban?, ¿dónde las habíamos dejado instantes antes?; buscábamos los frontales, que el que escribe coloca de una manera y la que también cuenta, coloca sobre el picaporte de una puerta que no usamos. Allí estaba la llave, oculta bajo una bolsita, sobre la mesa, y el frontal, allá sí, sobre el picaporte. Justo a tiempo. Se había cortado la luz definitivamente y estábamos a oscuras.
Rápido, rápido, vamos. Se habían levantado unas llamaradas en una parcela colindante, y la noche se había enrojecido tras los limoncillos. Hacia la cancela para abrirla primero de todo. Hace falta agua. Pero se ha cortado la luz y el tanque está casi vacío, además los grifos que surten por simple gravedad no tienen presión. ¡Vecinos!, ¡Vecinos!, ¡Fuego!. El tiempo es fundamental en la temporada seca cuando se trata del fuego. Todo la vegetación está seca, y en la parcela de al lado, nadie se ha preocupado de limpiarla. Parece imposible que un fuego se pueda controlar sin apenas medios. Pero, con tanta vacilación nuestra por lo que hacer, los vecinos llegan antes. Y bien, porque han llegado con un triciclo de transporte y varios tobos para llenar. Por un momento me viene a la mente la imagen sepia de los coches de bomberos del cine mudo. Y bien porque me acuerdo de que la piscina está llena. Los mismos estudiantes que propiciaron que el tanque se encontrara en estos momentos vacíos, fueron los que la llenaron. Y mucho mejor, porque los tobos se pueden llenar rápidamente en la piscina. Avisamos para que con ayuda de los vecinos podamos entre todos llenar y llevar el agua para el punto donde el fuego quiere crecerse. En la misma entrada de la parcela, dos de los cables de tensión eléctrica se han desprendido. Y no sabemos si llevarán corriente. ¡Cuidado con los cables!. Afortunadamente ha quedado espacio para pasar. Bajo el poste donde se ha producido el corte se crece el fuego mientras los vecinos vamos echando agua sobre los diferentes focos. Tenemos que darnos prisa porque si se adentra en la parcela hay pasto mucho más crecido. Tenemos suerte, porque hay experiencia. Los vecinos saben lo que tienen que hacer, y además tienen puntería. La escena se desarrolla a contraluz, apenas se pueden distinguir las caras con los reflejos en la oscuridad del fuego. El fuego va perdiendo terreno y comienzan a escucharse los primeros comentarios. La causa, los motivos, hay que llamar a los técnicos, porque los cables ahí caídos son un peligro. Y van a avisarlos. Se sigue echando agua, es el tercer viaje a la piscina. Hay que asegurarse de que no queda ningún brillo rojo entre las briznas carbonizadas de hierba. Según un vecino, con el aumento de consumo y el recalentamiento de la red, los cables han cedido y se han tocado, y al hacerse el puente se ha producido el corto. Todos recuerdan alguna otra ocasión en la que esto mismo ha sucedido. Pero todos coinciden en que hacía mucho tiempo que no ocurría. Desde que habían instalado nuevos cables en esta zona. Antes por lo visto era muy común. Ahora nosotros también sabemos, que cuando se va simplemente la luz, hay probablemente un lugar en el que esto mismo ha sucedido. Ahora toca esperar a que vengan los técnicos. Hay que esperar. Nos damos las manos con los vecinos, les agradecemos su respuesta como si fuéramos representantes del vecindario. Ha sido la ocasión que ha permitido conocerlos. Algunos los conocíamos de oídas, de algún saludo fugaz de cortesía al paso. Pero no nos habíamos presentado. De pronto ya conocíamos a todo el vecindario. Ahora tocaba esperar. ¿Vendrían a solucionar el problemas? Era Viernes noche y entrábamos en el fin de semana.
lunes, 31 de marzo de 2014
viernes, 28 de marzo de 2014
la biblioteca
Entré en la biblioteca y por primera vez estaba repleta. Eran niños y estaban en al universidad, pero claro, no tenían entre sus manos libros, sino lápices de colores y cartulinas. Estaban dibujando. Rodeaban por completo las cinco grandes mesas de estudio. Movimientos, comentarios y sonrisas ansiosas poblaban de vitalidad aquel lugar. A ambos lados viejos grandes mapas políticos y geofísicos de la nación y el mundo. En un extremo de la sala un pizarrón en blanco, al otro extremo, una tarima que separaba el área de consulta del espacio reservado al bibliotecario y la puerta de acceso a los tesoros en papel.
Hacía unos días que por primera vez una persona se hacía cargo en exclusiva y a tiempo completo de su gestión. Era ahora, fuera del horario lectivo, cuando aquella sala se había llenado. La vez anterior que había visto aquel espacio con un número de personas tan significativa hacía casi tres meses. Y tampoco estaban allí para leer un libro, preparaban los cantos para un acto de la institución. En aquella ocasión era de noche.
Lo cierto es que durante el horario lectivo era un lugar huérfano de lectores. Desde que se había producido el robo de los ordenadores de consulta que se ubicaban cada mañana en la biblioteca, ya no se pasaba nadie por allí. Por tanto, debo decir que, en el mejor de sus momentos, eran la consulta en internet o la ociosa curiosidad por ese mismo internet, la que atraía personas a ese lugar, y no los libros. Es verdad que al haber algunos estudiantes, la tibieza del ambiente favorecía el que alguien, algún extraño, se acercara y requiriera un libro. Pero poco más.
Recuerdo la primera vez que entre en el espacio que albergaba los libros, el corazón bien oculto, bien olvidado de la biblioteca. Pensé, que estando en mitad de los llanos, era una suerte contar con tal cantidad de libros. Ocho estanterías de libros de páginas oxidadas por el tanino, cargadas de polvo, enredadas por telarañas en los estantes. Y allí compartían lugar de sueño con los ordenadores, con los señalados por su brillo como preferidos, los agraciados, los escogidos con la atención de los curiosos futuros investigadores. Sobre unas cartulinas de colores pegadas a los anaqueles quedaban señaladas las diferentes áreas de conocimiento: literatura, escondida y oculta junto a la pared; la geografía, los atlas y diccionarios voluminosos en lo más alto; la ecología y la zoología a mano; la edafología entrando a la derecha. Mucho conocimiento bien representado en un lugar por el que, en ese momento, circunnavegaba una avispa, quién sabe si buscando la salida o su casa.
Hacía unos días que por primera vez una persona se hacía cargo en exclusiva y a tiempo completo de su gestión. Era ahora, fuera del horario lectivo, cuando aquella sala se había llenado. La vez anterior que había visto aquel espacio con un número de personas tan significativa hacía casi tres meses. Y tampoco estaban allí para leer un libro, preparaban los cantos para un acto de la institución. En aquella ocasión era de noche.
Lo cierto es que durante el horario lectivo era un lugar huérfano de lectores. Desde que se había producido el robo de los ordenadores de consulta que se ubicaban cada mañana en la biblioteca, ya no se pasaba nadie por allí. Por tanto, debo decir que, en el mejor de sus momentos, eran la consulta en internet o la ociosa curiosidad por ese mismo internet, la que atraía personas a ese lugar, y no los libros. Es verdad que al haber algunos estudiantes, la tibieza del ambiente favorecía el que alguien, algún extraño, se acercara y requiriera un libro. Pero poco más.
Recuerdo la primera vez que entre en el espacio que albergaba los libros, el corazón bien oculto, bien olvidado de la biblioteca. Pensé, que estando en mitad de los llanos, era una suerte contar con tal cantidad de libros. Ocho estanterías de libros de páginas oxidadas por el tanino, cargadas de polvo, enredadas por telarañas en los estantes. Y allí compartían lugar de sueño con los ordenadores, con los señalados por su brillo como preferidos, los agraciados, los escogidos con la atención de los curiosos futuros investigadores. Sobre unas cartulinas de colores pegadas a los anaqueles quedaban señaladas las diferentes áreas de conocimiento: literatura, escondida y oculta junto a la pared; la geografía, los atlas y diccionarios voluminosos en lo más alto; la ecología y la zoología a mano; la edafología entrando a la derecha. Mucho conocimiento bien representado en un lugar por el que, en ese momento, circunnavegaba una avispa, quién sabe si buscando la salida o su casa.
miércoles, 19 de marzo de 2014
concretando
He andado el ratito que separa donde vivo de donde realizo el voluntariado. Me he hecho un jugo de parchita y me he preparado un bocadillo de queso fresco. Vengo de hablar sobre lo que está siendo la experiencia aquí con el otro lado del charco. Y no he podido, la verdad es que no he podido ser más claro de lo que he sido. Y me ha parecido bastante confuso. No creí tener que preparar nada para ese momento. Pero visto el resultado, estaba visto que sí, algo tenía que haber organizado. Sobre todo cuando me cuesta tanto expresarme en un terreno donde no me gusta llegar a lugares comunes. Así que necesito poner en claro lo que se me ha planteado y he respondido de forma tan enredada.
Voy a comenzar por lo concreto. Estamos en Venezuela que con la mitad de la población tiene más de dos veces el tamaño de España. Y en esa extensión de territorio, donde terminan los Andes, un gigante de dimensión continental, y se extiende el Orinoco, caudal de ese gigante continental, nos encontramos en Guanarito. Un lugar enclavado en Los Llanos, en la margen derecha del río Guanare, afluente de un afluente del propio Orinoco.
Guanarito es cabeza de municipio, y forma parte del Estado de La Portuguesa cuya capital es Guanare, que se encuentra al Norte a una hora en coche por carretera. Al Este se llega a otra ciudad llanera aunque a mucha distancia; al Oeste, a Barinas, capital del estado homónimo; finalmente al Sur, a un trecho queda el Orinoco, y más allá, la Amazonía. Es un lugar por tanto, que forma parte de la periferia, alejado de las áreas del país con mayor densidad de población, el litoral Norte y los Andes. Puede decirse que forma parte de una ancha franja fronteriza con el Sur amazónico.
En un mapa del país es un pequeño punto, pero haciendo uso del zoom en el google earth se alcanza a ver que tiene un trazado ortogonal. Y si pudiéramos recorrer sus calles, veríamos que esas manzanas están formadas por casas bajas. Y en la mañana, nos podría sorprender su actividad, que lo es de intenso mercadeo. En torno a la Plaza Bolívar, que es el centro neurálgico de la ciudad, todo son tiendas de ropa, fruterías, ferreterías, panaderías, bares, todas en aparente desorden, pero que esconden cierta lógica. También, próximo, se encuentran los cuatro "mercadonas" que aquí llaman genéricamente Chinos. Esos cuatro puntos son los que atesoran en sus estantes destartalados mayor cantidad y variedad de productos. Cantidad y variedad, eso sí, deben entenderse en el contexto.
Es una ciudad bulliciosa, de un bullicio motorizado. El medio de transporte mayoritario es la motocicleta, aunque cuentan que hace un par de años era la bicicleta. Sorprende el contraste entre las abundantes motos de origen chino y los pocos coches, todos de marcas americanas, muchos viejas reliquias, y menos pero significativos nuevos y grandes. La circulación de dichos vehículos es como ver un enjambre de mosquitos sorteando búfalos de muchos caballos y altas cilindradas. Si en España es la berlingo, y en Portugal es la pick-up, en Los Llanos son las gandolas. Eso son vehículos estándares de todo uso. Claro está, que en proporción decreciente en su número, si lo comparamos con los otros dos países.
Llama la atención en un principio sus vidrios tiznados. Los ves pasar veloces, con esa faz torva y amenazante de cuatro ruedas que parece ser ajena a los de fuera. Los que van en ellos te ven sobre ese medio metro por el que circulan sobre el suelo, pero tú, que vas en bicicleta o a pie, solo vez el negro de sus cristales. Llama la atención también las posibilidades muchas que da una motocicleta para el transporte, la multitud de combinaciones posibles de personas y carga. Una familia al completo, envidia de cualquier funambulista, es capaz de ir al completo, cinco si contamos al bebé, y cargar además, la bombona de gas. Todo ello sobre dos ruedas. Y a dos ruedas un gran descubrimiento son los mototaxis. Menudo socorro para acortar las distancias menos atractivas al paseo. Los mototaxis son caballeros con gafas y chalecos naranjas asociados en cooperativas que colman las calles.
La acera no es la opción prioritaria y se nota. Y aunque el asfalto sí debiera serlo, alejarse de la Plaza Bolívar o la calle principal, lleva consigo adentrarse en una sucesión de pedregal y tierra compactada. El cemento es de una presencia abrumadora pero envejecida, porque es poco lo que se renueva. Su textura recorre paredes, aceras e innumerables detalles. La piel por la que respira la ciudad y sus arrabales es la del cemento con solera. El lugar común no parece ser de nadie. Aunque las parcelas "vacías" puedan ser invadidas. Por eso no hay molestia ni para barrer bajo la alfombra. Pero tampoco para hacer desaparecer lo después perdido.
El llano se extiende hacia todos los horizontes en Guanarito, y con los llanos el campo que fuera bosque salvaje. Ya no se mira bien el hacha de leñador y de la fuerza empleada para domesticarlo solo queda el machete para mantenerlo a raya. Aquí la tierra no está vencida y reclama y pelea su espacio. Donde no hay árboles hay pasto, y si no hay pasto, cultivos. Donde menudea el samán pacen vacas o búfalos, y si no, abunda el maíz, la yuca, el sorbo, o la caraota, también la patilla o el melón. Si el acto de cultivar es ya en cualquier lugar entrar en el terreno de la incógnita, aquí la certeza de lo que pueda resultar es una quimera. El mejor empeño depende de la disponibilidad.
En Guanarito hay una rotonda, la de la bomba, y en la época de las patillas, se rodea de un mercadillo de patillas. Las patillas que allí llamamos sandías, son ovales el doble de grandes que las del otro lado del charco. Enormes. Después de la única rotonda se encuentra el único semáforo de Guanarito, que da paso en dos manzanas a la calle de los fruteros o verduleros, aunque también próximo monte un tinglao un pescadero y un carnicero cuelgue un cerdo. Por cierto, que los pescados lo son de agua dulce claro, del mismo Guanare.
De todo esto sería hablar de lo concreto. Más o menos de algunas cosas varias, de aquí y allá del lugar, y algunos aprecios. Y por supuesto, no se termina aquí, y ya continuaré.
Es una ciudad bulliciosa, de un bullicio motorizado. El medio de transporte mayoritario es la motocicleta, aunque cuentan que hace un par de años era la bicicleta. Sorprende el contraste entre las abundantes motos de origen chino y los pocos coches, todos de marcas americanas, muchos viejas reliquias, y menos pero significativos nuevos y grandes. La circulación de dichos vehículos es como ver un enjambre de mosquitos sorteando búfalos de muchos caballos y altas cilindradas. Si en España es la berlingo, y en Portugal es la pick-up, en Los Llanos son las gandolas. Eso son vehículos estándares de todo uso. Claro está, que en proporción decreciente en su número, si lo comparamos con los otros dos países.
Llama la atención en un principio sus vidrios tiznados. Los ves pasar veloces, con esa faz torva y amenazante de cuatro ruedas que parece ser ajena a los de fuera. Los que van en ellos te ven sobre ese medio metro por el que circulan sobre el suelo, pero tú, que vas en bicicleta o a pie, solo vez el negro de sus cristales. Llama la atención también las posibilidades muchas que da una motocicleta para el transporte, la multitud de combinaciones posibles de personas y carga. Una familia al completo, envidia de cualquier funambulista, es capaz de ir al completo, cinco si contamos al bebé, y cargar además, la bombona de gas. Todo ello sobre dos ruedas. Y a dos ruedas un gran descubrimiento son los mototaxis. Menudo socorro para acortar las distancias menos atractivas al paseo. Los mototaxis son caballeros con gafas y chalecos naranjas asociados en cooperativas que colman las calles.
La acera no es la opción prioritaria y se nota. Y aunque el asfalto sí debiera serlo, alejarse de la Plaza Bolívar o la calle principal, lleva consigo adentrarse en una sucesión de pedregal y tierra compactada. El cemento es de una presencia abrumadora pero envejecida, porque es poco lo que se renueva. Su textura recorre paredes, aceras e innumerables detalles. La piel por la que respira la ciudad y sus arrabales es la del cemento con solera. El lugar común no parece ser de nadie. Aunque las parcelas "vacías" puedan ser invadidas. Por eso no hay molestia ni para barrer bajo la alfombra. Pero tampoco para hacer desaparecer lo después perdido.
El llano se extiende hacia todos los horizontes en Guanarito, y con los llanos el campo que fuera bosque salvaje. Ya no se mira bien el hacha de leñador y de la fuerza empleada para domesticarlo solo queda el machete para mantenerlo a raya. Aquí la tierra no está vencida y reclama y pelea su espacio. Donde no hay árboles hay pasto, y si no hay pasto, cultivos. Donde menudea el samán pacen vacas o búfalos, y si no, abunda el maíz, la yuca, el sorbo, o la caraota, también la patilla o el melón. Si el acto de cultivar es ya en cualquier lugar entrar en el terreno de la incógnita, aquí la certeza de lo que pueda resultar es una quimera. El mejor empeño depende de la disponibilidad.
En Guanarito hay una rotonda, la de la bomba, y en la época de las patillas, se rodea de un mercadillo de patillas. Las patillas que allí llamamos sandías, son ovales el doble de grandes que las del otro lado del charco. Enormes. Después de la única rotonda se encuentra el único semáforo de Guanarito, que da paso en dos manzanas a la calle de los fruteros o verduleros, aunque también próximo monte un tinglao un pescadero y un carnicero cuelgue un cerdo. Por cierto, que los pescados lo son de agua dulce claro, del mismo Guanare.
De todo esto sería hablar de lo concreto. Más o menos de algunas cosas varias, de aquí y allá del lugar, y algunos aprecios. Y por supuesto, no se termina aquí, y ya continuaré.
martes, 11 de marzo de 2014
quietud
Hablaba hace un rato de la quietud. De ese espacio interior alejado de los extremos cercados, que pueden serlo de una finca. Son lugares poco visitados cuando se habla de tantas hectáreas de llanos. Apenas se aprecian desde la lejanía de los lugares del día a día, en las márgenes de la carretera. Hablaba hoy de ellos, del corazón que en invierno se anega y se colma de pastos. Hubo caminos que llegaron hasta ellos, espacios que una vez fueron usados y que el tiempo se los llevó. Y es que aquí hay una ley seca, pero se teme más al cielo tronador. Nadie se interna en verano donde en invierno es imposible llegar. ¿Para qué?, ¿al sol?, ¿Qué hay allá?...
Hoy me hablaban de un viejo molino del que antes brotaba agua, y que ya no mueve nada. Allí, desde aquí, parecen menudear los sucesos. Se escuchan historias, pero ya nadie allí las concreta. Se va y viene tanto de un lugar y otro común, y es tan asfaltado, que apenas se deja tiempo para ir por otro lugar. Sí, quizás es un rodeo, y lleva más tiempo, ¿pero no se puede salir un poco antes?. ¿Qué hay en esos otros lugares? Donde no alcanza la vista a ver, de donde en la noche no llegan luces, donde se confunden los contornos hasta parecer que allá no existen.
Las casas no se juntan al río, se allanan junto al camino, más y más, cuanto más ancho y más firme. Se dan la buenas mañanas por la vecindad y la cercanía. Por un lado y otro también basura en los arcenes, despojos de otros pasos, más rápidos, más descuidados. Y no está mal tirar de pedales, ¡Y cómo chirrían esos pedales! Tanta fuerza empleada en sacarle unos pocos metros, siguiendo esa linea blanca hasta llegar a destino. Más rápido y sin tanto saludo, copiloto en un coche, mirando por la ventanilla a un lado y a otro. No es malo, ¿pero siempre?. Rueda, rueda por tu derecha, rueda primero para cumplir con esmero, luego para comer, cumplir comiendo, y luego volver para vivir corriendo. Alguien zanjó la raya en un llano, alguien le puso la piedra, otro lo elevó, y por último, alguien lo puso en firme.
Hablaba hace un rato de la quietud. De ese espacio interior alejado de los extremos cercados que pueden serlo de una finca. Son lugares poco visitados cuando se habla de tantas hectáreas de llanos. Y ya no me aguanta la curiosidad. La curiosidad alcanza más que la vista. Las historias que se cuentan de los lugares que no se frecuentan, por el simple llano de no estar de paso, esconden la belleza de los mínimos sucesos que están aconteciendo. Y quiero visitarlos, aunque me lleve la duda, y no tome siempre el acierto.
Así que decido volverme a pie, entre el pasto, saltando vallas, cruzando canales, sorteando la arbolada. Y allí descubro un zamuro sobre un estantillo, viendo del llano lo que pueda de lejos. Y se deja ver, voy despacio. Salto una valla, alambrada de espinos, porque no recorro caminos, que aquí los corre el diluvio. Voy siguiendo las mangas, unas más claras, apenas ayer los búfalos la siguieron, y otras apenas visibles, en esta estación no la pisaron. Menudean los verdes porque es verano, pero no mueren, se enredan en la espesura seca para no perderse. Allí verde allá crece, un samán, más allá una arboleda sombrea el agua cuando no llueve. Pisadas, cientos de pisadas, se pisan las patas en el lodo firme, quedaron de las lluvias últimas de un tiempo pasado. Quietud. Al fondo un molino, bajo el molino, un abrevadero.
Hoy me hablaban de un viejo molino del que antes brotaba agua, y que ya no mueve nada. Allí, desde aquí, parecen menudear los sucesos. Se escuchan historias, pero ya nadie allí las concreta. Se va y viene tanto de un lugar y otro común, y es tan asfaltado, que apenas se deja tiempo para ir por otro lugar. Sí, quizás es un rodeo, y lleva más tiempo, ¿pero no se puede salir un poco antes?. ¿Qué hay en esos otros lugares? Donde no alcanza la vista a ver, de donde en la noche no llegan luces, donde se confunden los contornos hasta parecer que allá no existen.
Las casas no se juntan al río, se allanan junto al camino, más y más, cuanto más ancho y más firme. Se dan la buenas mañanas por la vecindad y la cercanía. Por un lado y otro también basura en los arcenes, despojos de otros pasos, más rápidos, más descuidados. Y no está mal tirar de pedales, ¡Y cómo chirrían esos pedales! Tanta fuerza empleada en sacarle unos pocos metros, siguiendo esa linea blanca hasta llegar a destino. Más rápido y sin tanto saludo, copiloto en un coche, mirando por la ventanilla a un lado y a otro. No es malo, ¿pero siempre?. Rueda, rueda por tu derecha, rueda primero para cumplir con esmero, luego para comer, cumplir comiendo, y luego volver para vivir corriendo. Alguien zanjó la raya en un llano, alguien le puso la piedra, otro lo elevó, y por último, alguien lo puso en firme.
Hablaba hace un rato de la quietud. De ese espacio interior alejado de los extremos cercados que pueden serlo de una finca. Son lugares poco visitados cuando se habla de tantas hectáreas de llanos. Y ya no me aguanta la curiosidad. La curiosidad alcanza más que la vista. Las historias que se cuentan de los lugares que no se frecuentan, por el simple llano de no estar de paso, esconden la belleza de los mínimos sucesos que están aconteciendo. Y quiero visitarlos, aunque me lleve la duda, y no tome siempre el acierto.
Así que decido volverme a pie, entre el pasto, saltando vallas, cruzando canales, sorteando la arbolada. Y allí descubro un zamuro sobre un estantillo, viendo del llano lo que pueda de lejos. Y se deja ver, voy despacio. Salto una valla, alambrada de espinos, porque no recorro caminos, que aquí los corre el diluvio. Voy siguiendo las mangas, unas más claras, apenas ayer los búfalos la siguieron, y otras apenas visibles, en esta estación no la pisaron. Menudean los verdes porque es verano, pero no mueren, se enredan en la espesura seca para no perderse. Allí verde allá crece, un samán, más allá una arboleda sombrea el agua cuando no llueve. Pisadas, cientos de pisadas, se pisan las patas en el lodo firme, quedaron de las lluvias últimas de un tiempo pasado. Quietud. Al fondo un molino, bajo el molino, un abrevadero.
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