lunes, 9 de junio de 2014

"Sinik"

Hay lugares tan lejanos que una vez hallados no tienen fin. Extensiones sin fin nombradas en la lengua primitiva que las habita, a la manera que ya no se nombra en ningún otro lugar conocido. Esos lugares se encuentran siempre más al Norte o mucho más al Sur de las tierras templadas, donde las huellas son tantas y tan profundas, que se abren heridas que dejan cicatrices duraderas. Antes de llegar hasta allá se debe atravesar la frontera, donde se encuentran ambos mundos, equidistantes del centro y del extremo de la rosa de los vientos. De un lado te valen los mapas sobre los que al final te conduces como la flecha directo hacia objetivos en el centro de una diana, en avión es como mejor se viaja. Del otro lado, es el andar el mejor viajar, no hay plano que rija los vientos, las lluvias o el capricho de los ríos. ¿Y en la frontera?, algunas veces valen los listados y las horas, los nombres de las calles, otros te engañan sin previo aviso, dado que se confunden la razón y el instinto.

"Chico" bajo el árbol de las flores rojas, divisando las tierras que conforman sus dominios.

Voy a mencionar alguno de esos lejanos lugares en la lengua nuestra, y voy a indicar luego donde dicen los mapas que están: Karelia, Laponia, Tierra de fuego, Kamchatka o Tierras del Oso. Karelia se encuentra más al Norte incluso que donde se hallan los mil lagos, desde allá ya es posible ver la aurora boreal en los solsticios; Laponia está próxima aunque algo más al Sur y cerca de esa tierra de lagos que he mencionado, quizás la diferencia sea el que la primera es el extremo de aquella geografía; y si hablamos de extremo, Tierra de Fuego, un Sur que apunta a Sur, se estrecha hacia él y se enfrenta a los oscuros y tormentosos mares del Estrecho de Magallanes, punto donde sus gigantes pobladores de antaño a los que llamaron fueguinos, encendían fuegos que vieron marineros de frontera; para Kamchatka hay que andar mucho dirección a dos extremos, el Norte y el Este, y luego todavía internarse por un estrecho espacio de terreno hasta una gran península; finalmente Tierras del Oso, que son todas las que bañan la bahía más extensas de las conocidas, donde se perdió el mismo Hudson, otro marinero de frontera sin encontrar la costa. Y lo cierto es que mientras escribo, me doy cuenta que el solo hecho de enumerarlos los desmerece.

Quiere mi imaginación que tengan en común además de su condición de extremos, la abundante vegetación en forma de extensos bosques de coníferas y helechos la presencia de la nieve gran parte del año, y ríos anchos pero no profundos, de mucho caudal en los deshielos, y de espejos cristalinos y fondos pedregosos. Quiere además que los animales que lo habitan, aquellos como el oso o el lobo, los que se encuentran en el cenit de la cadena trófica, menudeen por grandes territorios. Los escasos seres humanos se aventuraron hace milenios a esas latitudes dejando atrás la antigua frontera, se perdieron allí y allí se reencuentran cada tanto, son cazadores, tramperos, recolectan de lo que en cada estación aquella tierra proveen.

Pero puedo mencionar cuatro puntos más cercanos que conservan hoy su carácter de extremos arcanos de la cultura de la que formo parte, en la piel de toro en la que nací, y estos sí, todos ellos los he podido alcanzar en al menos una ocasión. Voy también a mencionarlos en orden cronológico y sin que intervenga la preferencia: Portbou, una pequeña localidad en la costa mediterránea en el extremo Sur de Francia, encajada en las raíces de los Pirineos, con un pequeño puerto pesquero, como estudiante pasé parte de un día con parte de su noche a la espera de enganchar en un interail con otro tren para continuar por el arco Mediterráneo, visité su pequeña playa, su pequeño puerto y su pequeño cementerio; Isleta del Moro también se adentra en el Mediterráneo con un pequeño muelle de amarre para los tres o cuatro botes de las tres o cuatro familias de aquella villa, sobre ella una roca como un hacha sobre el mar, alberga la huella invisible de una cultura olvidada de hace cinco mil años, la recuerdo en el atardecer, había nubes pero no estaba nublado, se encuentra rodeada de tierra seca pero limpia; La Punta de Sagres, un fuerte al filo de un acantilado de una costa afilada que intimida al mismo océano, donde un rey loco quiso cartografiar el mundo todo él, lo visité en extrañas circunstancias, estando allá una cornisa de un acantilado sepultó a unos bañistas; y finalmente, La Isla de Ons, de agua, de pequeñas fuentes de agua potable que rezuman gotas que permitieron ser hace miles de años habitadas, entre acantilados, tiene cuatro o cinco pequeñas playas, tranquilas las que miran a la piel de toro, estremecedoras las que rayan el Atlántico sin más tierra que lo profundo de sus abismos.

Atardecer sobre El Llano

Hay que decir, que si estoy solo y en ciertas situaciones aunque no lo esté, en ciertos instantes esos lugares no tienen porqué encontrarse tan lejanos en un mapa. La ventaja de estos otros lugares es que los he visitado con frecuencia, y no por ello han perdido su condición de mágicos. Se encuentran también más allá porque terminan autopistas, carreteras, caminos hasta solo ser mangas, incluso hasta perderse cualquier rastro de un paso. Y también los quiero nombrar, aunque no valga ubicarlos solo con sus nombres: en primer lugar La Peña de los Ángeles cuando se sube mangas arriba su ladera y se divisa el paisaje y un pequeño pueblo blanco en su profundo valle; también subir las arenas infinitas de Baelo Claudia divisando las aguas del estrecho, pasar la noche al raso y ver la luna reflejarse en el mar (una vez hice una acuarela de ello en la misma noche a la luz de un frontal), dormirse mirando a las estrellas, despertarse para enfriarse la mañana allá abajo en el agua salada; finalmente, Sierra del Castril, a contracorriente, siguiendo el fluir que le da nombre, de noche, de día, nevado, por el encajado valle, subiendo y bajando sus angosturas, por sus alturas por cornisas abiertas por el pastor y sus cabras, para internarse en otros valles encajados más pequeños, y dar con la casa del maestro ermitaño.

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